La madre de Marco

26 abril 2007

Mentira + mentira = leyenda urbana

Esta mañana he desayunado con el final de Casablanca (bendito TCM Clásico de Digital +, una isla entre tanta zafiedad). Vuelvo a devorar los últimos veinte minutos (impresionantes diálogos) y me reafirmo en que las dos supuestas frases más célebres de la película no existen. Rick no pronuncia jamás la manida "Tócala otra vez, Sam", sino que desliza un "Tócala. Tócala para mí, como lo hacías para ella". Y en pleno desenlace, cubiertos por la neblina del aeropuerto, con las hélices del avión girando hacia Lisboa, de la boca de Bogart tampoco sale un "Siempre nos quedará París", sino "Siempre tendremos París".

Y entre galleta y galleta, uno, al que le da por establecer extrañas conexiones mentales, se percata de que un error mil veces repetido acaba germinando en mentirijilla, en bulo mastodóntico o incluso en leyenda urbana. Ahí está el señor Acebes, erre que erre con la conexión ETA-Al Qaeda del 11-M, por mucho que todos los testigos, imputados y acusados coinciden en un contundente "No". Pues ellos que sí, venga palos a la burra, a ver si, al más puro estilo Goebels, la mentira permea, cala hasta el fondo y no hay forma de borrarla. Algo así como esas historias que insisten en que en las alcantarillas de Nueva York anidan miles de caimanes arrojados un día por el retrete, o esos fantasmas que se te aparecen en las cunetas de las carreteras secundarias. Versión Zaplana: miente que algo queda. Me quedo con Bogart: alguien se ha encargado de tergiversar sus diálogos, pero al menos no nos intentan convencer de que donde dijo "París" en verdad quería decir "Londres". Y me asalta una duda: ¿ese estado eterno de mala uva que lucen ciertos personajes de la oposición se ensaya o es congénito? Benditas historias en blanco y negro (las de Ingrid Bergman, aclaro).

18 abril 2007

La venganza de Eolo

Cuentan los amantes de la vela que no hay tripulación aguerrida, mástil kilométrico ni quilla de última generación que pueda hacerle un quiebro al enemigo por antonomasia: el viento ninguneado en simple brisa marina. Llegado el caso, queda la opción de tomar el sol piernas en alto (como los susodichos de la imagen), pero siempre a bordo, no vaya a ser que a Eolo le dé por soplar y te coja con los nudos a medio apretar.

Nunca me ha interesado la Copa del América (el nombre ya se las trae, con esa contracción intermedia que parece más una errata que un pulcro respeto a la denominación original) y mis conocimientos sobre el escaparate de la Louis Vuitton son esqueléticos: imagino que quien llega antes a la meta gana, pero tampoco es que tenga mucho mérito yo por eso. Me la repanfinfla, pero reconozco que estos tres últimos días me ha provocado cierto regusto cerciorarme de que unas nubecitas fugadas, un mar que se niega a encresparse y unas masas de aire que prefieren largarse a Madeira en vez de dejarse ver por Valencia pueden descomponer todo este circo mediático.

Andaba Valencia como loca cubriéndose de celofán para albergar la Copa del América. La villa inundada de multimillonarios engominados (no conozco albañiles que practiquen el golf, el polo ni la vela...), las multinacionales desplegando banderolas en los puertos deportivos de ésas de a 3 millones de euros, las televisiones enfocando sus cámaras hacia la patria chica de doña Barberá, las proas bien pulidas y enfiladas hacia las bocanas y... ¡cataplús! Tres días amarrados a puerto porque el ingrediente básico del menú, esa cosilla insignificante llamada viento, prefiere llegar, si es que lo hace en los próximos días, sólo para los postres. Una faena, pero reconozco que me encanta la paradoja.

09 abril 2007

Desconocidas

Igual es que veo demasiado el canal Sci Fi de Digital +, pero últimamente aparecen por mi vida personajes desconocidos que me revuelven la existencia, pululan por mis sentimientos y acaban por esfumarse. Hubo hace poco una chica que me prometió amor eterno y un día, al despertar, descubrió que necesitaba borrarme de su agenda. A otra confieso que la he buscado yo, pero todo lo que la rodea es una incógnita que no sé si me atrevo a despejar. Y hay una tercera que ha irrumpido sin avisar, así de pronto, y amenaza con dejarme heridas.

Servidor se siente mayorcete, avanzando sin freno hacia la estación de los 35, y empieza a descubrir que, a estas alturas del juego, hay quien siente auténtica devoción por los disfraces, por colocarse corazas y jugar a los mensajes cifrados. Eso sólo funciona (o al menos resulta recurrente) si de la combinación de tu nombre y apellido resulta algo así como Ingrid Bergman o Lauren Bacall. O si el suelo que pisamos es la Casablanca de Bogart, o la sinuosa posguerra de una Alemania deshilachada. Que no es el caso, creo...

No sé por qué se desvaneció una de ellas, ni si seré capaz de profundizar en otra, ni por qué me colocan anzuelos que pueden arañarme si me atrevo a rozar. ¿Por qué cotiza tan a la baja la sinceridad? ¿Por qué siempre me equivoco de estación? ¿Por qué me da miedo montarme en algunos trenes si lo que me agobia es que pasen todos de largo?