La madre de Marco

11 mayo 2008

Mi cortacésped

El otro día me sorprendí a mí mismo sumando a las penurias de mi visa un cortacésped. Más pequeño que el de la imagen, eso sí, que tampoco es que las estrías de mi nómina abarquen para una pradera de campo de fútbol. Algo más manejable, coqueto, de insigne y pulcra marca alemana. Calidad, que dirían las abuelas.

Ya está en casa. Ha pasado la primera prueba (cercené por error un trozo de rosal, primera víctima de mi impericia) y ya duerme en el armario del patio, junto a los botes de pintura, los pinceles roídos y toda esa corte de herramientas que te recuerdan el millón de cosas que deberías hacer pero que le encomiendas al mañana).

Como últimamente me ha inundado la vena trascendente, me quedé mirándolo. "Un cortacésped. Qué carajo hago yo con un cortacésped...", me interrogué. La quintaesencia del aburguesamiento, otra hoja consumida al calendario de mi madurez. Si yo sólo soñaba con coleccionar postales, patear el mundo con una mochila, dormir la siesta mullido entre cojines, tintinear la cuchara contra el borde de una taza de té.

Me corroe que el reloj, por ejemplo, me haya alejado de los libros, que aguardan en el cuarto contiguo en fila india, suplicando que les salve de la nube de polvo. Y a cambio tengo un cortacésped, con todos sus accesorios y una legión de recambios que no consigo encajar. No sé si me he equivocado de vida, pero esto está cambiando y a veces, cuando me busco, ya ni me encuentro. Para qué querré yo un cortacésped.

05 mayo 2008

Lo siento, es una debilidad



Hay un libro por ahí, pululando entre estantes, que narra la historia de un tipo inglés, bastante anodino, que asocia todo instante de su vida a algún partido del Arsenal. No quiero parecerme a él, pero reconozco que esto le da salsa a la vida. Una pizquita. 31 ligas. Pues, oye, a mí me hace feliz.