La madre de Marco

16 septiembre 2010

Aceite, un clavo oxidado, la vida

Lo que son las cosas. Lo que es la vida. Un domingo cualquiera un puñado de años atrás, cuando el examen de una asignatura chorra era la montaña más alta que estabas obligado a escalar, me topé con un artículo postveraniego de Manuel Vicent en El País, esa biblia efímera, único producto de la creación que agota su perfección tras una andadura de apenas 24 horas. En su recorrido de párrafos, el autor se jactaba de haber buceado por enésima vez en las fosas marianas de su interior con resultado sorprendente: de la enésima exploración de su venerada Italia, en un agosto flameante, se había traído a España de regreso, como recuerdos, única y exclusivamente una botella de aceite y una rodaja de pan duro, excedentes de un copioso desayuno en la terraza de una cafetería piamontesa. Defendía que, por encima de postales y reproducciones a escala y made in China de catedrales, esos dos retales condenados a la descomposición eran sin duda la esencia del país que dejaba atrás, una herencia escrita a fuego, el de los panaderos de cualquier esplendorosa villa del Medievo o el que bramarían las legiones que atravesando campos de olivos centenarios decidieron cruzar un día su particular Rubicón para edificar un imperio sobre los andamios de siete colinas mágicas.


No supe más que reírme, arropado por esa catarata de prepotencia que destila la juventud. Pan y aceite, menudos souvenirs.


Poco después, Patricia, una compañera de trabajo, colocó un clavo oxidado sobre mi mesa del periódico, interrumpiendo mi censora labor de corrector de páginas. De reojo vi que me sonreía. "Mira, te he traído esto de regalo de una playa de Canarias en la que he estado con Javi". La miré con cara de "¿Esto? ¿A mí? ¿Un clavo oxidado?". Y ella, que siempre supo exprimir mis silencios, añadió convencida: "Esto ha estado allí durante años, puede que muchos... ¿Hay mejor forma de conservar un trocito de un sitio lejano?". No acierto a recordar qué le contesté.


Misterio de los misterios, el clavo apareció hace días en el fondo de una caja de cartón, de ésas que alimentan el catálogo con el que Ikea se ha empeñado en redecorarnos la vida. Debió de colarse allí durante la última mudanza, temeroso de que el por entonces estéril argumentario de su penúltima propietaria no diese frutos, hubiese fracasado y diese con sus pobres aleaciones de hierro y minerales variados en el cubo de la basura, compartiendo destino con mondas de patatas y huesos de ave devorada. Lo miré y decidí que ya no estará solo. Ahora comparte habitáculo con mapas de ciudades alemanas, puñados de marcapáginas, facturas de restaurantes italianos y postales de palacios barrocos. Su desnuda y desabrigada austeridad compensa, en definitiva, esa dudosa vertiente pseudomercantilista, tan vomitiva, tan de nuestros tiempos, que calibra el regusto que deja el turismo en función del número de kilómetros recorridos, de países pisados, de ciudades malgastadas, de fotos almacenadas, de paisajes estropeados con la inclusión en primerísimo plano, por imperativo legal, de nuestro rostro sudoroso.


Me he propuesto volver de mi próximo viaje con una botella del aceite que se tercie, quizás con pan descuartizado en migajas, puede que con otro clavo. De Lisboa ya regresé en una ocasión con un recipiente de medir harina, metálico, con apariencia de décadas sufridas, aparentemente inútil, que le regateé a un anticuario. Hace juego con una piedra blanca robada al Egeo y una hoja seca, consumida, que antes habría coloreado sin duda el horizonte de los Campos de Marte. A cambio, este sábado, cuando me sumerja en esa limpieza de armarios que tengo pendiente, quizás me despida de un par de camisetas insultantemente horteras, de ésas que informan al peatón que se cruza en sentido contrario por tu acera de que has estado en Estambul, París o Cuenca. Como si le importase un pimiento. Quiero más clavos.


P. D. Este blog ha estado en vía muerta durante demasiado tiempo. Al primero que lo descubra le expido, por los méritos contraídos, un vale canjeable por un café humeante, una cerveza bien refrigerada o un abrazo con mucho sentimiento. A elegir.

7 Comentarios:

  • Muy bonito!

    By Anonymous Anónimo, at septiembre 17, 2010 12:34 a. m.  

  • Gracias, niño. Jejeje. Ya sabes, ahora te toca elegir regalo...

    By Blogger Craso, at septiembre 17, 2010 12:38 a. m.  

  • Los 3 :D

    By Anonymous Anónimo, at septiembre 17, 2010 1:41 a. m.  

  • Abusón jajajaja

    By Blogger Craso, at septiembre 19, 2010 1:52 p. m.  

  • Yo, si me lo permites, elijo el abrazo. Estoy falto y tierno... como esa rodaja de pan debió de estar algún día :-) Salvo los marcapáginas, que son mi perdición, cada vez tengo más claro que en los viajes me gusta comprar aquello que no puedes encontrar en tu ciudad globalizada; algo que sea uno y único, y que te ayuden a dar gracias por haberlo descubierto allá donde tus pasos de llevaron. Pero bueno... a cambio, uno no puede evitar hacerse fotos sujetando la torre de Pisa :-P

    Bienvenido a tu casa de nuevo, Crasito.

    By Blogger Carlitos Sublime, at septiembre 21, 2010 10:17 a. m.  

  • Hola !!
    Yo soy bastante clásico: me gusta coleccionar souvenirs tontos y tópicos. Después no los exhibo como trofeos para dármelas de viajero y tal, sino que los meto en un mueble cerrado que tengo en casa donde se van almacenando hasta más ver.
    Eso sí, cuando abro la puertecita para meter uno nuevo me gusta regodearme un rato con los que ya se encuentran allí y siempre me pregunto: ¿por qué coño compraría esta mierda cuando estuve en ***** (rellénese con el lugar que se quiera)?
    Sa-cro-te-Mon

    By Anonymous Anónimo, at septiembre 22, 2010 1:01 p. m.  

  • Menos mal que lo has resucitado... y que yo me tropecé con él. En cuanto a lo del vale, el café humeante suena bastante bien. ¡Enhorabuena!

    By Blogger El licántropo opinante, at mayo 16, 2011 1:17 a. m.  

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