La madre de Marco

26 septiembre 2010

Un sello, dos sellos, una historia



Últimamente estampo sellos. No es mi trabajo, pero al más puro estilo juanpalomo (yo me lo guiso, yo me lo como) finiquito así, por mi cuenta y riesgo, el círculo de mi cometido. Redacto un informe, combino letras que alientan misivas protocolarias, respondo con acento dieciochesco a salutaciones de altos cargos que dicen postrarse a mis pies sin siquiera saber de mi existencia... y como epílogo de mis insulsas redacciones dejo caer con fuerza sobre el papel timbrado toda la fuerza acumulada del día. ¡Plof! Un sello, verde, con caracteres corporativos, presidido por la palabra SALIDA, la fecha de los corrientes (según terminología oficial) y un numerito de serie que un programa informático me proporciona utilizando, de forma nada ortodoxa, la clave de mi compañera, que hace la vista gorda ante tan tamaña prostitución de las normas administrativas a cambio de que le aligere de una misión que debería cumplir ella...


Quizás por efecto colateral de haber leído tanto a Saramago, hace tiempo que me intrigan las intrahistorias de esa riada de trámites administrativos: quién miente en sus peticiones de súplica, quién aguarda con desesperación la respuesta a una instancia que duerme en el fondo de una montaña polvorienta de portafirmas junto a mi mesa, qué identidad se esconde bajo el nombre de alguien que guiado por el aburrimiento se dirige a mi jefa con la intención de que arroje luz sobre el punto 2.5.1.bis de una ley recién aprobada...


En ésas andaba cuando hace un par de semanas desfiló por mis manos, con encargo de dar respuesta, la carta de una señora de muy avanzada edad que ha acudido al Defensor del Pueblo enojada porque no cobra una subvención concedida hace dos años. ¡Un filón para mi obsesión indagadora! ¿Quién es, en qué va a invertir el dinero, por qué se ha paralizado el proceso, por qué.. por qué..? Y comencé a imaginarla, durante dos largos años, aguardando a diario el peregrinaje cíclico del repartidor de Correos, al más puro estilo del coronel de García Márquez que invertía su paciencia en la infructuosa llegada del vapor que anunciara la concesión de su merecida pensión.


Tramitada la pregunta, la respuesta recibida fue una losa: a la señora le fue ingresada la cantidad de su subvención en diciembre de 2008, oficialmente la ha cobrado, y la reclamación, por tanto, "no procede". Carpetazo. Punto y final. Documento archivado en caja de cartón para la eternidad. El caso me ha asaltado la conciencia durante días. He llegado a pensar que el dinero llegó a su cuenta corriente y que algún familiar desalmado, con firma autorizada, lo ha desvalijado, quién sabe para qué oscuros menesteres. Y en estos dos años, mientras sin imaginarlo los 1.400 euros lucen ahora en secreto en forma de collar sobre el pecho de su nuera, o escupen CO2 transformados en una moto que guía de forma temeraria un nieto malvado, ella esperaba la carta de rectificación que jamás llegará. A cambio habrá abierto el buzón, quizás rasgado con nerviosismo un sobre con sello corporativo y se habrá topado con mis tres párrafos, los mismos que arrancan con el manido "Recibida su petición..." y culmina con un desesperanzador "... de lo que se desprende que su petición no procede, por lo que procedemos a archivarla".


El portugués agnóstico habría hilvanado una obra maestra a partir de esta historia. Se habría descolgado por las calles buscando al pariente malvado, al funcionario indolente, a la señora paciente. Como yo no doy para tanto, apago el ordenador y alimento mi obsesión, espoleado por el ahogo de sentirme cómplice, en algún grado, del desencanto de mi desconocida y siempre misteriosa señora...

16 septiembre 2010

Aceite, un clavo oxidado, la vida

Lo que son las cosas. Lo que es la vida. Un domingo cualquiera un puñado de años atrás, cuando el examen de una asignatura chorra era la montaña más alta que estabas obligado a escalar, me topé con un artículo postveraniego de Manuel Vicent en El País, esa biblia efímera, único producto de la creación que agota su perfección tras una andadura de apenas 24 horas. En su recorrido de párrafos, el autor se jactaba de haber buceado por enésima vez en las fosas marianas de su interior con resultado sorprendente: de la enésima exploración de su venerada Italia, en un agosto flameante, se había traído a España de regreso, como recuerdos, única y exclusivamente una botella de aceite y una rodaja de pan duro, excedentes de un copioso desayuno en la terraza de una cafetería piamontesa. Defendía que, por encima de postales y reproducciones a escala y made in China de catedrales, esos dos retales condenados a la descomposición eran sin duda la esencia del país que dejaba atrás, una herencia escrita a fuego, el de los panaderos de cualquier esplendorosa villa del Medievo o el que bramarían las legiones que atravesando campos de olivos centenarios decidieron cruzar un día su particular Rubicón para edificar un imperio sobre los andamios de siete colinas mágicas.


No supe más que reírme, arropado por esa catarata de prepotencia que destila la juventud. Pan y aceite, menudos souvenirs.


Poco después, Patricia, una compañera de trabajo, colocó un clavo oxidado sobre mi mesa del periódico, interrumpiendo mi censora labor de corrector de páginas. De reojo vi que me sonreía. "Mira, te he traído esto de regalo de una playa de Canarias en la que he estado con Javi". La miré con cara de "¿Esto? ¿A mí? ¿Un clavo oxidado?". Y ella, que siempre supo exprimir mis silencios, añadió convencida: "Esto ha estado allí durante años, puede que muchos... ¿Hay mejor forma de conservar un trocito de un sitio lejano?". No acierto a recordar qué le contesté.


Misterio de los misterios, el clavo apareció hace días en el fondo de una caja de cartón, de ésas que alimentan el catálogo con el que Ikea se ha empeñado en redecorarnos la vida. Debió de colarse allí durante la última mudanza, temeroso de que el por entonces estéril argumentario de su penúltima propietaria no diese frutos, hubiese fracasado y diese con sus pobres aleaciones de hierro y minerales variados en el cubo de la basura, compartiendo destino con mondas de patatas y huesos de ave devorada. Lo miré y decidí que ya no estará solo. Ahora comparte habitáculo con mapas de ciudades alemanas, puñados de marcapáginas, facturas de restaurantes italianos y postales de palacios barrocos. Su desnuda y desabrigada austeridad compensa, en definitiva, esa dudosa vertiente pseudomercantilista, tan vomitiva, tan de nuestros tiempos, que calibra el regusto que deja el turismo en función del número de kilómetros recorridos, de países pisados, de ciudades malgastadas, de fotos almacenadas, de paisajes estropeados con la inclusión en primerísimo plano, por imperativo legal, de nuestro rostro sudoroso.


Me he propuesto volver de mi próximo viaje con una botella del aceite que se tercie, quizás con pan descuartizado en migajas, puede que con otro clavo. De Lisboa ya regresé en una ocasión con un recipiente de medir harina, metálico, con apariencia de décadas sufridas, aparentemente inútil, que le regateé a un anticuario. Hace juego con una piedra blanca robada al Egeo y una hoja seca, consumida, que antes habría coloreado sin duda el horizonte de los Campos de Marte. A cambio, este sábado, cuando me sumerja en esa limpieza de armarios que tengo pendiente, quizás me despida de un par de camisetas insultantemente horteras, de ésas que informan al peatón que se cruza en sentido contrario por tu acera de que has estado en Estambul, París o Cuenca. Como si le importase un pimiento. Quiero más clavos.


P. D. Este blog ha estado en vía muerta durante demasiado tiempo. Al primero que lo descubra le expido, por los méritos contraídos, un vale canjeable por un café humeante, una cerveza bien refrigerada o un abrazo con mucho sentimiento. A elegir.