La madre de Marco

13 diciembre 2005

El Pespunte Iraní



Nunca me ha seducido el influjo del triángulo verde. Asumo que corone las azoteas de la más gigantesca cadena de supermercados de este sacrosanto país, pero, qué quieren, no me pone. Y no es que por mis venas fluya una desproporcionada acumulación de glóbulos anticapitalistas (chiste fácil, por lo que rojos), que no van por ahí los tiros. No, simplemente no hubo flechazo el primer día. Ni Corte ni Inglés. Lo único coherente del nombre es el El, que como diría Carmen, una mis profesoras de Literatura, sufre la soledad de todos los artículos: está condenado a entenderse con un sustantivo.

La lista de agravios absurdos se despliega y llegaría al subsuelo. No me gusta el chorro de aire que te golpea la coronilla al entrar, ni la mirada inquisitorial de los armarios-empotrados-vigilantes de las entradas, ni la Ley de Murphy que hace girar los peldaños de las escaleras mecánicas: cuando quieres bajar, siempre te topas de bruces con la que sube. No entiendo quién diseña los trajes de las vendedoras, con esa afición por maquillarse como adolescentes de la RDA en una competición de gimnasia rítmica; ni esa articulación autómata de la que se sirven para pronunciar las tres únicas frases con las que un día fueron programadas por algún jefe de departamento: "¿Le puedo ayudar en algo?,"¿En efectivo o con tarjeta?" y "Eso es en la planta...".

Pues no entres, me digo, y no entro. Pero llega noviembre, ¡¡¡noviembre!!!, y un día enfilas con tu moto el final de Méndez Núñez y te topas con el alumbrado de Navidad en la fachada de dos de los inmuebles del imperio. Y subes a la oficina, y miras el calendario: noviembre, que no diciembre. Y asumes que el señor Álvarez, que tiene por manía publicar los resultados de su emporio el último domingo de agosto, ha logrado lo que se le resistió a los mismísimos revolucionarios franceses: cambiar los meses a su agrado, sin pagar el precio de revueltas populares ni tomas de la Bastilla. Te lo crees y punto, no rechistes o te deportan fuera del sistema. Porque, qué más da, si luego llegará ¡¡¡febrero!!! y alguna diva hollywoodiense te susurrará que "Ya es primavera" en el triángulo verde. Tiene su mérito, pero, oye, que no me pone, pero picaré.

Cuando atraviese dentro de unos días sus arcos detectores (que siempre pitan a destiempo), volveré a perderme. Saldré creyendo desembocar en El Duque y descubriré otra vez la Gavidia. No falla. Y me preguntaré otra vez por qué esa manía de empaquetar las manzanas de seis en seis, cuando la gracia es mirar de reojo el peso del tendero para reafirmar mi teoría de que, pidas lo que pidas, siempre te colocan cien gramos de más. Y en qué planta está la dichosa caja central, y atención al cliente, y por qué nadie utiliza los ascensores si las escaleras echan humo, y por qué está tan arriba la cafetería, y por qué me ponen como cebo los libros de oferta, y el quiosco de Interflora, y el paseíllo obligado por la galería de chocolates, y el zarpazo visual del toro de España en la estantería para los guiris, y un vals hortera de música ambiental, y tanta gente, y qué calor, y qué hago con el casco, que se me cae, y me tropiezo con dos niños y la madre me mira mal, y por qué lo dejo todo para el último dia. Y... Y....

De tanto renegar, al final reincides. Acabas soltando VISA por algo que colocan en una bolsa de papel con letras doradas que rula por tu casa todo el invierno. ¡Han conseguido que le seas fiel hasta a un trozo de cartón con sus siglas! Si algún día monto un chiringuito, un bareto o un negocio de compra-venta de ovejas, le pondré El Pespunte Iraní, que suena espantoso, pero no menos que esas otras tres palabras que, de la manita, han tallado un becerro de oro a nuestra idolatría consumista. Eso sí, a las amables dependientas no les pienso colocar el burka del pañuelo fucsia ni las medias azules. ¿Un bikini?

07 diciembre 2005

Bendito puente


Para oxigenar la mente, servidor se marcha unos días a un reducto campestre parapetado tras buenas viandas, un puñado de amigos y unos litrillos (confío y espero) de alcohol. El lunes vuelvo. ¿Podrán soportar mi asuencia? Pues anda que si es que no...

05 diciembre 2005

Cumplir las expectativas (Susana)


En uno de sus cuentos, el alma cándida de Le petit Nicolas, esa creación literaria que ha moldeado la conciencia social de varias generaciones de franceses, descubre que la guerra es mucho más fea que el alarde de supuesta hombría que caracareaban los románticos decimonónicos. Acto seguido, se le desmoronan los sueños militaristas, la aspiración infantil de colgarse coloristas medallas en la pechera y marcar el paso de la oca (uno-dos, uno-dos) con gesto marcial y botas relucientes. A mí nunca me atrajo la vida castrense, aunque reconozco cierta devoción por descifrar los códigos que envuelven las banderas y por tatarear himnos, que son algo así como la banda sonora de la Historia.

No, yo de pequeño quería ser empresario. Bueno, también paracaidista, bombero, profesor, arqueólogo y defensa central del Real Madrid, porque la pradera de la imaginación es tan ancha que sólo la realidad, la dictadura del día a día, se atreve a ponerle puertas, grandes bisagras y un cerrojo que pesa toneladas. Ahora soy lo que soy (perdón, neuronas, pero por muchas conexiones que intentáis, no hay más donde escarbar) y me contento enlazando palabras a golpe de teclado (por vocación y obligación, en su doble vertiente; por la esclavitud de una nómina pero también por puro oxígeno mental). Lo que veis es lo que hay, pero hubo un tiempo, cuando los Plastidecor aún me dejaban rastros coloristas entre las uñas, en que yo confiaba en ser un gran patrono. Ese delirio futurista trazaba mi figura detrás de una gigantesca mesa, en cuyo extremo depositaba mis pies adornados con caros zapatos, brillantes, mientras consumía un gran puro a largas caladas. La estampa no es más que un tópico mosaico en el que mis cortas entendederas mezclarían, seguro, la imagen del magnate que adornaba las cajas del Monopoly, la hierática pose de la matriarca de Falcon Crest y al excéntrico Ciudadano Kane. Y de fondo, un inmenso ventanal, una cordillera de rascacielos o una gran bahía. Genial. Hecho a mí mismo, surgido de las catacumbas del proletariado e impulsado hasta la cima. "Compre acciones", "Venda parcelas", "Aumentemos la producción".

A Le petit Nicolas le despertaron de su sueño los muñones mutilados y la metralla incrustada en el espinazo de los soldados hasta descubrir que el idílico mundo militar, el de las pompas y el boato, silenciaba su macabra razón de ser. Mi pequeño Nicolás, el que quería ser empresario, también ha renegado de sí mismo. Se exilió de nuevo hace unos días cuando le dijeron que mi empresa ha despedido a Susana. Como hizo con Ángel, Nuria, María, María Luisa, Ana G., Esther... No que me quita el aliento acabar un día llamando a las puertas del Inem, pero sí que un sujeto encorbatado me siente frente a su silla y me suelte, marcando las pausas entre palabras, que me enseña el camino de salida, que el juego se consume, porque no he sabido "cubrir las expectativas" que la empresa puso hace más de un lustro en mí. Cara de póker. Se lo han repetido a Susana, como a tantos otros, porque no son originales ni para alterar el macabro ritual.

Lo siento, pero yo no sé calibrar expectativas. No sé cuántos gramos pesan, cuánto miden, si son tangibles. No sé cuantificarlas. ¿Hay que alimentarlas? ¿Darles calor, echarles abono? ¿Sacarlas a pasear, como a una mascota? ¿Las expectativas nacen o se hacen? ¿Se pueden enchufar a la corriente, recargarlas como el móvil? ¿Hay bibliotecas de expectativas, donde tomar prestada una y examinarla, para intentar plagiarla? Me declaro desbordado por el argumento. Ignoro cuál era la expectativa que un día imaginó mi jefe de Recursos Humanos para Susana, si ese objetivo fluctúa (como las acciones en la Bolsa) ni si se enciende una alarma roja, un "¡Danger!"en algún ordenador central cuando tu productividad no rebasa el nivel x. Lo desconozco, pero me consta que a lo largo de seis largos años, con todas sus piedrecitas en el camino y sus peligrosas bifurcaciones, Susana siempre sobrepasó, con buenas dosis de trabajo y profesionalidad, la recompensa con que los raquíticos euros codifican las nóminas. Me consta, me duele y por eso pataleo.

A cada golpe como el de Susana, mi cerebro de sumiso asalariado empieza a gritar "basta" y sólo el bolsillo y una mezquina conciencia consumista son capaces de enviarles mensajes de sosiego. Me resigno, y aguardo a ese día en el que, aun teniendo descubiertas las espaldas, reúna la fuerza suficiente para subir los escalones hasta la tercera planta, uno a uno, sentarme frente al sujeto engominado y proclamar en voz alta: "El que se va soy yo. La empresa no ha cubierto las expectativas que yo había puesto en ella".

P.D.: A Susana, por aquellos tiempos en los que empezamos a caminar juntos.

04 diciembre 2005

La madre de Marco


Servidor vive en el sur, pero nació en el norte de otro sur. Quienes me conocéis descifraréis sin más entuerto el galimatías geográfico. Si no es el caso y pisáis por primera vez este camino, olvidadlo; tampoco es un dato muy relevante. Suelo asociar aquel tiempo en el norte del sur con la niñez. Un coche marrón, mi amiga Mariola, el olor de los lápices Alpino, un muñeco a los pies de la cama de mi hermana que sin previo aviso berreaba de madrugada (¿cuánto duraban por entonces las pilas?), la insufrible tabla del 8, el garaje donde dormían mis coches y que murió aplastado bajo la ira del pie de Mari Pili, la ropa sagrada de los domingos, un televisor paleolítico, las abuelas con moño, el milagro de los primeros yogures de coco...

Apurábamos los 70, con sus Transiciones y sus crisis petrolíferas, sus experimentos electorales y sus matinales de cine. El mundo debía de estar convulsionándose frente a mis infantiles orejas, pero yo era un mocoso adornado con gafotas (bendito sea el inventor de las lentillas. Yo te deseo la más venturosa de todas las canonizaciones posibles) al que les fascinaban cosas tan absurdas como imaginar la cara de aquel privilegiado que en Prado del Rey pulsaba el botón correcto para que a las 17.00 en punto, siempre en punto, la paleta de colores de la carta de ajuste se difuminara y abriera la pasarela a los payasos de la tele. Y a Heidi, y a la Abeja Maya (soy fan de la araña Tecla), y a un conejo yanqui me mordisqueaba, muy sobrado él, una eterna zanahoria.
Pero un día apareció Marco, y con él su madre... La maldita madre de Marco. Un mero dibujo animado, un ente artificial, pero desdoblado en su papel de señora adorable con pañuelo anudado alrededor de la cabeza que, en un alarde de responsabilidad social y laboral, soltó amarras y surcó el Atlántico, de los Apeninos a los Andes, en busca de su particular milagro americano. Una inmigrante en patera oceánica.

La madre de Marco se fue aquel día, Marco lloró a moco tendido en su puerto italiano... y yo con él. Es más, jamás he llorado tanto. De hecho, creo que no volveré a llorar tanto. Y no sé por qué, pero se ha erigido en uno de los recuerdos agrios de aquella porción de vida. ¿Es eso el cacareado efecto mariposa? ¿Se le ocurre a un guionista japonés que media humanidad padezca su historia y tú vas, lo digieres y lo arrastras durante tres décadas? ¿Por qué no se llevó la señora al cabezón de Marco? ¿Por qué lo relegó al ostracismo con un burro, un mono, un vecindario tan convulso y un conocido que se amarraba una zanahoria a la cabeza cuando sufría de paperas? ¿Por qué no jugaba yo en la calle aquella tarde en vez de inyectarme desgracia en vena?

Después de un fatigoso periplo y 40 ó 50 semanas de desasosiego, Marco desembarcó al otro lado del ancho mar y encontró a mamá. Y yo respiré aliviado. No sabéis cómo. "Ya están juntos. Dios, qué liberación. Que les vaya bonito", debí de pensar. Pues no, la madre de Marco se redibuja de vez en cuando, reaparece, y me recuerda que si le da la gana vuelve a largarse a las Américas, que igual un día saca otro billete hacia el Cono Sur, y que yo puedo volver a llorar.

La madre de Marco, maldita sea mil veces (con perdón), no es más que un absurdo, pero me martillea cuando le viene en gana. Y unos días la mando a paseo, que acabe naufragando en Australia si le viene en gana, que a mí plin. Pero otras vuelvo a sentirme Marco, lagrimoso. Igual es que no he crecido tanto como creía. Me consuela saber que eso, al fin y al cabo, no deja de tener su dulce encanto. ¿Sabes si quedan muy lejos los Andes?