La madre de Marco

04 diciembre 2005

La madre de Marco


Servidor vive en el sur, pero nació en el norte de otro sur. Quienes me conocéis descifraréis sin más entuerto el galimatías geográfico. Si no es el caso y pisáis por primera vez este camino, olvidadlo; tampoco es un dato muy relevante. Suelo asociar aquel tiempo en el norte del sur con la niñez. Un coche marrón, mi amiga Mariola, el olor de los lápices Alpino, un muñeco a los pies de la cama de mi hermana que sin previo aviso berreaba de madrugada (¿cuánto duraban por entonces las pilas?), la insufrible tabla del 8, el garaje donde dormían mis coches y que murió aplastado bajo la ira del pie de Mari Pili, la ropa sagrada de los domingos, un televisor paleolítico, las abuelas con moño, el milagro de los primeros yogures de coco...

Apurábamos los 70, con sus Transiciones y sus crisis petrolíferas, sus experimentos electorales y sus matinales de cine. El mundo debía de estar convulsionándose frente a mis infantiles orejas, pero yo era un mocoso adornado con gafotas (bendito sea el inventor de las lentillas. Yo te deseo la más venturosa de todas las canonizaciones posibles) al que les fascinaban cosas tan absurdas como imaginar la cara de aquel privilegiado que en Prado del Rey pulsaba el botón correcto para que a las 17.00 en punto, siempre en punto, la paleta de colores de la carta de ajuste se difuminara y abriera la pasarela a los payasos de la tele. Y a Heidi, y a la Abeja Maya (soy fan de la araña Tecla), y a un conejo yanqui me mordisqueaba, muy sobrado él, una eterna zanahoria.
Pero un día apareció Marco, y con él su madre... La maldita madre de Marco. Un mero dibujo animado, un ente artificial, pero desdoblado en su papel de señora adorable con pañuelo anudado alrededor de la cabeza que, en un alarde de responsabilidad social y laboral, soltó amarras y surcó el Atlántico, de los Apeninos a los Andes, en busca de su particular milagro americano. Una inmigrante en patera oceánica.

La madre de Marco se fue aquel día, Marco lloró a moco tendido en su puerto italiano... y yo con él. Es más, jamás he llorado tanto. De hecho, creo que no volveré a llorar tanto. Y no sé por qué, pero se ha erigido en uno de los recuerdos agrios de aquella porción de vida. ¿Es eso el cacareado efecto mariposa? ¿Se le ocurre a un guionista japonés que media humanidad padezca su historia y tú vas, lo digieres y lo arrastras durante tres décadas? ¿Por qué no se llevó la señora al cabezón de Marco? ¿Por qué lo relegó al ostracismo con un burro, un mono, un vecindario tan convulso y un conocido que se amarraba una zanahoria a la cabeza cuando sufría de paperas? ¿Por qué no jugaba yo en la calle aquella tarde en vez de inyectarme desgracia en vena?

Después de un fatigoso periplo y 40 ó 50 semanas de desasosiego, Marco desembarcó al otro lado del ancho mar y encontró a mamá. Y yo respiré aliviado. No sabéis cómo. "Ya están juntos. Dios, qué liberación. Que les vaya bonito", debí de pensar. Pues no, la madre de Marco se redibuja de vez en cuando, reaparece, y me recuerda que si le da la gana vuelve a largarse a las Américas, que igual un día saca otro billete hacia el Cono Sur, y que yo puedo volver a llorar.

La madre de Marco, maldita sea mil veces (con perdón), no es más que un absurdo, pero me martillea cuando le viene en gana. Y unos días la mando a paseo, que acabe naufragando en Australia si le viene en gana, que a mí plin. Pero otras vuelvo a sentirme Marco, lagrimoso. Igual es que no he crecido tanto como creía. Me consuela saber que eso, al fin y al cabo, no deja de tener su dulce encanto. ¿Sabes si quedan muy lejos los Andes?