La madre de Marco

05 diciembre 2005

Cumplir las expectativas (Susana)


En uno de sus cuentos, el alma cándida de Le petit Nicolas, esa creación literaria que ha moldeado la conciencia social de varias generaciones de franceses, descubre que la guerra es mucho más fea que el alarde de supuesta hombría que caracareaban los románticos decimonónicos. Acto seguido, se le desmoronan los sueños militaristas, la aspiración infantil de colgarse coloristas medallas en la pechera y marcar el paso de la oca (uno-dos, uno-dos) con gesto marcial y botas relucientes. A mí nunca me atrajo la vida castrense, aunque reconozco cierta devoción por descifrar los códigos que envuelven las banderas y por tatarear himnos, que son algo así como la banda sonora de la Historia.

No, yo de pequeño quería ser empresario. Bueno, también paracaidista, bombero, profesor, arqueólogo y defensa central del Real Madrid, porque la pradera de la imaginación es tan ancha que sólo la realidad, la dictadura del día a día, se atreve a ponerle puertas, grandes bisagras y un cerrojo que pesa toneladas. Ahora soy lo que soy (perdón, neuronas, pero por muchas conexiones que intentáis, no hay más donde escarbar) y me contento enlazando palabras a golpe de teclado (por vocación y obligación, en su doble vertiente; por la esclavitud de una nómina pero también por puro oxígeno mental). Lo que veis es lo que hay, pero hubo un tiempo, cuando los Plastidecor aún me dejaban rastros coloristas entre las uñas, en que yo confiaba en ser un gran patrono. Ese delirio futurista trazaba mi figura detrás de una gigantesca mesa, en cuyo extremo depositaba mis pies adornados con caros zapatos, brillantes, mientras consumía un gran puro a largas caladas. La estampa no es más que un tópico mosaico en el que mis cortas entendederas mezclarían, seguro, la imagen del magnate que adornaba las cajas del Monopoly, la hierática pose de la matriarca de Falcon Crest y al excéntrico Ciudadano Kane. Y de fondo, un inmenso ventanal, una cordillera de rascacielos o una gran bahía. Genial. Hecho a mí mismo, surgido de las catacumbas del proletariado e impulsado hasta la cima. "Compre acciones", "Venda parcelas", "Aumentemos la producción".

A Le petit Nicolas le despertaron de su sueño los muñones mutilados y la metralla incrustada en el espinazo de los soldados hasta descubrir que el idílico mundo militar, el de las pompas y el boato, silenciaba su macabra razón de ser. Mi pequeño Nicolás, el que quería ser empresario, también ha renegado de sí mismo. Se exilió de nuevo hace unos días cuando le dijeron que mi empresa ha despedido a Susana. Como hizo con Ángel, Nuria, María, María Luisa, Ana G., Esther... No que me quita el aliento acabar un día llamando a las puertas del Inem, pero sí que un sujeto encorbatado me siente frente a su silla y me suelte, marcando las pausas entre palabras, que me enseña el camino de salida, que el juego se consume, porque no he sabido "cubrir las expectativas" que la empresa puso hace más de un lustro en mí. Cara de póker. Se lo han repetido a Susana, como a tantos otros, porque no son originales ni para alterar el macabro ritual.

Lo siento, pero yo no sé calibrar expectativas. No sé cuántos gramos pesan, cuánto miden, si son tangibles. No sé cuantificarlas. ¿Hay que alimentarlas? ¿Darles calor, echarles abono? ¿Sacarlas a pasear, como a una mascota? ¿Las expectativas nacen o se hacen? ¿Se pueden enchufar a la corriente, recargarlas como el móvil? ¿Hay bibliotecas de expectativas, donde tomar prestada una y examinarla, para intentar plagiarla? Me declaro desbordado por el argumento. Ignoro cuál era la expectativa que un día imaginó mi jefe de Recursos Humanos para Susana, si ese objetivo fluctúa (como las acciones en la Bolsa) ni si se enciende una alarma roja, un "¡Danger!"en algún ordenador central cuando tu productividad no rebasa el nivel x. Lo desconozco, pero me consta que a lo largo de seis largos años, con todas sus piedrecitas en el camino y sus peligrosas bifurcaciones, Susana siempre sobrepasó, con buenas dosis de trabajo y profesionalidad, la recompensa con que los raquíticos euros codifican las nóminas. Me consta, me duele y por eso pataleo.

A cada golpe como el de Susana, mi cerebro de sumiso asalariado empieza a gritar "basta" y sólo el bolsillo y una mezquina conciencia consumista son capaces de enviarles mensajes de sosiego. Me resigno, y aguardo a ese día en el que, aun teniendo descubiertas las espaldas, reúna la fuerza suficiente para subir los escalones hasta la tercera planta, uno a uno, sentarme frente al sujeto engominado y proclamar en voz alta: "El que se va soy yo. La empresa no ha cubierto las expectativas que yo había puesto en ella".

P.D.: A Susana, por aquellos tiempos en los que empezamos a caminar juntos.