Pues a mí me da miedo, oye...
No sé cómo se llaman los niños de la imagen de la derecha. No sé qué han desayunado, ni qué van a cenar, ni si saben que existo. Sólo sé, por la información de la fotografía, que son iraquíes, de confesión chií, y que celebran su fiesta grande, la Ashura, que conmemora el martirio del imán Husein, nieto de Mahoma.
Puede que no sea políticamente correcto, pero, oye, no lo entiendo. Me espanta que un inquilno de la Casa Blanca decida de buena mañana invadir otro país, pero también que en esa recóndita esquina del planeta haya sujetos que vistan de blanco a sus hijos para que, después de abrirles brechas en la cabeza con machetes, la sangre destaque aún más sobre sus ropajes. Me aterra, justo en la misma proporción que cuando, de pequeño, contemplaba los pies destrozados de los penitentes que, en Semana Santa, alentaban el séquito del Medinaceli en mi ciudad natal. Mismo martirio, idéntico dolor, credos opuestos.
Siento pánico ante el radicalismo de la religión. Y más aún cuando parecía desvanecerse, pero se ha torcido el camino, y en lugar de reducirse al ámbito privado, el corralito que nunca debió desbordar, se nos cuela hasta el tuétano. Me dan escalofríos el Opus Dei y los Legionarios de Cristo Rey, pero tampoco me inspira más confianza la mirada del niño de la fotografía, al que seguro que alguien le ha susurrado al oído durante los últimos ocho o nueve años que un sujeto como yo, del que nunca ha oído hablar, soy un enemigo con el que justificar la Yihad. Veo odio en sus ojos y eso, políticamente correcto o no, me aterra. Y mucho.
Puede que no sea políticamente correcto, pero, oye, no lo entiendo. Me espanta que un inquilno de la Casa Blanca decida de buena mañana invadir otro país, pero también que en esa recóndita esquina del planeta haya sujetos que vistan de blanco a sus hijos para que, después de abrirles brechas en la cabeza con machetes, la sangre destaque aún más sobre sus ropajes. Me aterra, justo en la misma proporción que cuando, de pequeño, contemplaba los pies destrozados de los penitentes que, en Semana Santa, alentaban el séquito del Medinaceli en mi ciudad natal. Mismo martirio, idéntico dolor, credos opuestos.
Siento pánico ante el radicalismo de la religión. Y más aún cuando parecía desvanecerse, pero se ha torcido el camino, y en lugar de reducirse al ámbito privado, el corralito que nunca debió desbordar, se nos cuela hasta el tuétano. Me dan escalofríos el Opus Dei y los Legionarios de Cristo Rey, pero tampoco me inspira más confianza la mirada del niño de la fotografía, al que seguro que alguien le ha susurrado al oído durante los últimos ocho o nueve años que un sujeto como yo, del que nunca ha oído hablar, soy un enemigo con el que justificar la Yihad. Veo odio en sus ojos y eso, políticamente correcto o no, me aterra. Y mucho.