Humillado
Mi jefe me ha enviado hoy a comer con un niño rico, un prohombre andaluz que administra el rancho de papá por obra y gracia de la Ley de Sucesiones. Un treintañero que se cuelga con chinchetas doradas el cartel de 'hecho a sí mismo' para maquillar la evidencia: no eres nadie sin la chequera familiar.
El pobre niño rico camuflaba las pérdidas de la empresa, la caída del beneficio, entre sorbos de vino refinado y balances de ejercicios fiscales. Y yo, bolígrafo en ristre, asumo mi rol de prostituto de la información, bufón de sus gracietas a cambio de un titular y un trozo de carne bien cocinada sobre plato floreado.
Nada nuevo bajo el sol, si no fuera por el momento-humillación. Ese en el que el nene rico escudriña al camarero, le hace una mueca de repugnancia y se mofa en su santo rostro porque no le gusta cómo ha pronunciado, en la lengua bárbara que parió la Gran Bretaña, el nombre de un postre de 16,5 euros. Y el camarero, qué menos, esconde sumiso la cabeza y se retira pasillo adelante, buscando unas cacerolas en las que relamerse la humillación.
El nene rico paga la factura y se despide con una sonrisa artificial. Tan vomitiva como la mía. Creo que el único digno en la sala era el camarero.