Alguien decía el otro día en no sé qué periódico que España se parece cada vez más a un bote de
ketchup: aprietas, aprietas, y no sale nada, pero de pronto, ¡
plof!, todo de golpe. La metáfora
fat-food me hizo gracia, me parece bastante ilustrativa, pero más aún después de escuchar la reluciente propuesta del Gobierno para fomentar la natalidad en este páramo
poblacional: ¡¡¡¡2.500 euros!!!! por churumbel llegado al mundo (o adoptado). Caramba, tarde, pero en este país se hace la luz.
Que son 2.500 euros, oye. Tú entras en Prenatal (un lugar extraño en el que la ropa de enanos cotiza por encima de la de un
treintañero) con tu cheque y te llevas media tienda. Echa al carro, que paga el Estado. Y por si fuera poco, ¡¡¡15 días de permiso extra para el padre!!!, multiplicando por cinco los tres a que tenías derecho hasta hace unos meses. Y el BBVA te larga 6.000 euros de crédito a interés cero (si domicilias la nómina, claro). Abran juego, a ver quién da más.
Pensando, pensando, voy a lanzar una bengala. Busco mujer dispuesta a compartir vida con sujeto
resultón, hombre de su casa, bebedor ocasional, fiestero controlado, esclavo de su
Euríbor, domador de su perra, amigo de sus amigos, vasallo del imperio mediático, amante del silencio y con modesta filosofía de vida ("Déjenme en paz, que yo no suelo molestar"). Por 2.500 euros soy capaz de legar mi apellido. Que digo yo que eso de despertarse a las cuatro de la mañana por culpa de un llanto infantil desaforado también debe de tener su encanto. ¿Y si no a quién gaitas voy yo a legar mis soldaditos de plomo? 2.500 euros, Dios. Que vengan gemelos, que son 5.000.