Mi cortacésped
Ya está en casa. Ha pasado la primera prueba (cercené por error un trozo de rosal, primera víctima de mi impericia) y ya duerme en el armario del patio, junto a los botes de pintura, los pinceles roídos y toda esa corte de herramientas que te recuerdan el millón de cosas que deberías hacer pero que le encomiendas al mañana).
Como últimamente me ha inundado la vena trascendente, me quedé mirándolo. "Un cortacésped. Qué carajo hago yo con un cortacésped...", me interrogué. La quintaesencia del aburguesamiento, otra hoja consumida al calendario de mi madurez. Si yo sólo soñaba con coleccionar postales, patear el mundo con una mochila, dormir la siesta mullido entre cojines, tintinear la cuchara contra el borde de una taza de té.
Me corroe que el reloj, por ejemplo, me haya alejado de los libros, que aguardan en el cuarto contiguo en fila india, suplicando que les salve de la nube de polvo. Y a cambio tengo un cortacésped, con todos sus accesorios y una legión de recambios que no consigo encajar. No sé si me he equivocado de vida, pero esto está cambiando y a veces, cuando me busco, ya ni me encuentro. Para qué querré yo un cortacésped.